LOS IDEALES
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Los ideales
Érase una vez un osito polar que le preguntó a su madre:
—¿Papá también era un oso polar?
—Pues claro que tu padre era un oso polar.
—Pero mamá, dime una cosa: ¿el abuelo también era un oso polar? —añadió el osezno
al cabo de un rato.
—Sí, también era un oso polar.
Pasa otro rato y el osezno pregunta:
—¿Y mi bisabuelo también era un oso polar?
—Sí, también. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque estoy muerto de frío.
Osho, me han dicho que mi padre era un oso polar, que mi abuelo también, pero estoy
muerto de frío. ¿Cómo puedo cambiar esto?
Da la casualidad de que conozco a tu padre, y a tu abuelo, y también da la
casualidad de que conozco a tus bisabuelos: todos se morían de frío. Y sus madres les
contaron la misma historia, que tu padre era un oso polar, y tu abuelo, y también tu
bisabuelo.
Si te mueres de frío, te mueres de frío y no hay más que hablar. Esas historias no
ayudan a nadie. Solo sirven para confirmar que incluso los osos polares pasan frío. Hay
que ver la realidad, no centrarse en las tradiciones ni volver al pasado. Si tienes frío,
tienes frío y no hay más que hablar. Y el hecho de ser un oso polar no es ningún
consuelo.
Esa es la clase de consuelo que se le ha ofrecido a la humanidad. Cuando estás a
punto de morir, estás a punto de morir, y a alguien se le puede ocurrir decirte: «No
tengas miedo, porque el alma es inmortal». Pero tú te estás muriendo.
Me han contado la historia de un judío moribundo que se había caído en una calle,
de un ataque al corazón. Se congregó toda una multitud, y buscaron a alguien que creyera
en la religión, a un sacerdote o algo, porque el hombre estaba a punto de morir. De
entre la multitud surgió un sacerdote católico, que no sabía quién era el moribundo. Se
acercó a él y le preguntó:
—¿Crees en Dios? ¿Afirmas que crees en la Santísima Trinidad, en Dios Padre, en
Dios Hijo y en el Espíritu Santo?
El judío moribundo abrió los ojos y replicó:
—Me estoy muriendo y me viene con acertijos. ¿Qué pasa con la trinidad esa? Me
estoy muriendo. ¿Qué estupideces me está contando?
Una persona está a punto de morir y la consolamos con la idea de la inmortalidad
del alma. Ese consuelo no sirve para nada. Alguien está sufriendo y le dices: «No sufras.
Es algo puramente psicológico». ¿Cómo va a ayudar una cosa así? Lo único que
conseguirás es que lo pase aún peor. Esas teorías no sirven de gran cosa, porque han sido inventadas para consolar, para engañar.
Si tienes frío, tienes frío y ya está. En lugar de preguntar si tu padre era un oso
polar, haz ejercicio. Vete a caminar, a pegar saltos, a hacer meditación dinámica, y así no
sentirás frío: te lo aseguro. Olvídate de padres, abuelos y bisabuelos y presta atención a
tu realidad. Si te mueres de frío, haz algo. Y siempre se puede hacer algo. Pero si no paras
de preguntar, no encontrarás el camino. Ya puedes preguntar y preguntar, que tu pobre
madre siempre te ofrecerá consuelo.
Y la pregunta es maravillosa, llena de significado, de una tremenda trascendencia.
Así es como sufre la humanidad. Fijaos en ese sufrimiento, observad el problema y
no intentéis buscar soluciones fuera del problema. Mirad directamente el problema y
siempre encontraréis la solución en él. Fijaos en la pregunta; no pidáis la respuesta.
Por ejemplo, puedes preguntar, una y otra vez: «¿Quién soy yo?». Si acudes a un
cristiano te dirá: «Eres hijo de Dios, y Dios te ama». Y tú te quedarás confuso porque,
¿cómo puede amarte Dios?
UN SACERDOTE LE DIJO AL MULÁ NASRUDÍN:
—
Dios te ama.
El muid replicó:
—¿Cómo va a amarme si ni siquiera me conoce?
Y el sacerdote contestó:
—Por eso puede amarte. Nosotros, que te conocemos, no podemos amarte. Resulta
demasiado difícil.
O si te acercas A un hindú, te dirá: «Tú eres Dios mismo». No el hijo de Dios, sino
Dios mismo. Pero tú sigues con tu dolor de cabeza, tu migraña, preguntándote cómo
puede Dios tener dolor de cabeza... y el problema queda sin resolver.
Si quieres preguntar: «¿Quién soy yo?», no recurras a nadie. Guarda silencio y
profundiza en tu ser. Deja que la pregunta resuene en tu interior, no verbal, sino
existencialmente. Permite que la pregunta te penetre como una flecha te atravesaría el
corazón. «¿Quién soy yo?», y repite la pregunta.
Y no tengas prisa por encontrar la respuesta, porque si la encuentras, te la habrá
dado otra persona, un sacerdote, un político, u otra cosa, como una tradición. No
respondas con la memoria, porque toda tu memoria es algo prestado. Tu memoria es
como un ordenador, algo muerto. La memoria no tiene nada que ver con el
conocimiento.
La memoria es como el programa del ordenador, de modo que cuando
preguntas: «¿Quién soy yo?», y la memoria contesta: «Eres una gran alma», ojo. No
caigas en la trampa. Líbrate de toda esa porquería, porque no es más que eso,
porquería.
Sigue preguntando: «¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?» y un día verás que
también la pregunta se ha desvanecido. Solo queda un ansia: «¿Quién soy?», pero solo
esa ansia, no la pregunta. «¿Quién soy?», mientras todo tu ser vibra con ese anhelo.
Y un día lo verás, que solo existe el ansia. Y en ese estado de apasionamiento, tan
intenso, de pronto te darás cuenta de que algo ha estallado. De repente te verás cara a
cara contigo mismo y sabrás quién eres.
No tiene sentido que le preguntes a tu padre: «¿Quién soy?». Ni siquiera él sabe
quién es. Tampoco tiene sentido preguntárselo a tu abuelo o a tu bisabuelo. No hay que
preguntar, no hay que preguntar ni a la madre, ni a la sociedad, ni a la cultura, ni a la
civilización.
Hemos de preguntar a nuestro ser más íntimo.
Si realmente quieres conocer la respuesta, ve a tu interior, y a partir de esa
experiencia interior se producirá el cambio Me preguntas cómo puedes cambiar esto. No puedes cambiarlo. En primer lugar
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tienes que enfrentarte a tu realidad, y ese encuentro te cambiará.
UN PERIODISTA INTENTABA SACARLE UNA HISTORIA DE INTERÉS HUMANO A UN
HOMBRE VIEJÍSIMO DE UN ASILO DE ANCIANOS FINANCIADO POR EL ESTADO.
—A ver, abuelo —dijo el periodista jovialmente—.
¿Qué pensaría si de repente le
llegara una carta diciendo que un familiar lejano le ha dejado en herencia cinco millones
de dólares?
—Mira, hijo —respondió lentamente el anciano—. Seguiría teniendo noventa y
cuatro años.
¿LO ENTIENDES? LO QUE DICE EL ANCIANO ES:
«Tengo noventa y cuatro años. Si
me veo con cinco millones de dólares, ¿qué voy a hacer con ellos? Seguiría teniendo
noventa y cuatro años».
Lo que dice Buda, lo que dice Mahavira, lo que dice Jesucristo no sirve de nada.
Estás muerto de frío, o tienes noventa y cuatro años. Incluso si te meten en la cabeza
todos los conocimientos del mundo, no te servirá de nada; seguirás muerto de frío o
tendrás noventa y cuatro años.
A menos que surja cierta experiencia en tu interior, una
experiencia vital que transforme tu ser y vuelva a hacerte joven, vivo, nada tendrá
ningún valor.
De modo que no preguntes a los demás. Esa es la primera lección que hay que
aprender, que hay que preguntarse a uno mismo. Y también hay que recordar otra cosa:
evitar esas respuestas, porque las respuestas ya están dadas, ya las han dado otras
personas. Eres tú quien plantea la pregunta, de modo que ninguna respuesta que te dé
otra persona te servirá de ayuda.
Tú planteas la pregunta, y la respuesta también tiene que venir de ti.
Digamos que Buda ha bebido y está contento, que Jesucristo ha bebido y está como
en éxtasis. Yo también he bebido, pero ¿cómo puedo contribuir a saciar tu sed? Tú, tú
mismo tendrás que beber.
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